El domingo veintitrés de marzo fuimos a Victoria con Raúl y Marcela. Ellos pasaron a buscarnos a las diez. Iban a venir antes, pero Atila, la perra de Amarilis, se puso muy nerviosa porque se dio cuenta de que se iban y empezó a correr para todos los lados y lo hizo caer a Raúl, por eso se demoraron.
El camino fue muy lindo, escuchamos rock en inglés y también a León Gieco. En el medio del camino, pasando el puente, el celular de Athos no tenía servicio, sólo le permitía hacer llamadas de urgencia.
Llegamos a las doce y fuimos a comer a un comedor de pescado muy barato, pero con baños muy desaseados. La comida era riquísima, sábalo a la parrilla; con una botella de seven up, una de agua mineral, y otra de gaseosa Light gastamos treinta y ocho pesos; menos de diez pesos por persona.
Después fuimos a buscar hoteles. En primer lugar fuimos al hotel Rizzi, que cobra cien pesos la habitación doble, incluye aire acondicionado, televisión, baño privado con agua caliente, desayuno y cochera. Además tiene un comedor que hace comidas muy ricas y no dan ganas de salir del hotel (bueno, sobre todo si hace calor y uno no tiene auto). Luego fuimos a otro hotel que creo que se llama Victoria o Nueva Victoria, o Nuevo algo, pero que antes se llamaba Reggiardo. Lo vimos, es un hotel muy viejo, con camas viejas, con colchones viejos, no incluye desayuno y cuesta setenta y cinco pesos. Luego nos fuimos a tomar un café a un bar de alrededor de la plaza. Yo tomé una coca-cola zero, Athos y Raúl un café cada uno; Marcela primero un helado de tres bochas y luego un exprimido de naranja.
Después fuimos al museo del Ovni, de Visión Ovni. Pagamos $4 cada uno por la entrada. La guía era la dueña y responsable del museo Silvia. Nos contó que había muchas cosas que caían del cielo y las grandes hacían un cráter, pero que las cosas chicas se desparramaban por los campos. Entre esas cosas grandes, un campesino había encontrado un pedazo de acero inoxidable, que era tan duro que cuando lo quiso cortar un chatarrero con una cortadora autógena le quedó todo desparejo, pero lo raro es que al fotografiarla con una cámara común con flash, o con una cámara digital sin flash, o sólo al verla con la cámara de un teléfono celular, se ve transparente. Además el acero tiene rayitas, como un código de barras, pero no tienen relieve, son lisas. También nos mostró una bola redonda y hueca, con una abertura tan lisa que parece de porcelana, y un ojo de vaca, mejor dicho, el agujero donde la vaca tenía el ojo, perfectamente cicatrizado, que al verlo con cámara digital la cicatriz se veía de color naranja.
Dice Athos que si los indios de Colón hubieran hecho como Silvia Simondini con el pedazo de metal duro como el acero y transparente en las fotos y a través de cámaras digitales, cuando Colón hubiera vuelto a América se habría encontrado un museo donde algún indio más vivo habría cobrado entrada para ver pedazos de vidrio y de espejos, los primeros duros como piedra y transparentes, y los segundos también duros, pero con capacidad de reflejar. No sé Colón, que me parece a mí que era respetuoso, pero los otros marineros se habrían reído mucho. Tal vez los extraterrestres se estén riendo de Silvia que puso un museo con deshechos de sus naves.
Después nos fuimos a un mirador sobre una colina dedicado a una virgen y después a la costanera, y de ahí a averiguar por las cabañas. Elegimos una cabaña en las afueras de la ciudad, sobre la ruta, que nos cobró ciento cincuenta pesos. Costaba de una cocina con un anafe con garrafa, una mesada con pileta, algunos platos, algunos cubiertos, una bifera, una pava, detergente, esponja y papel de cocina; un baño y un dormitorio con una cama matrimonial y una cucheta.
Llegamos a la cabaña y dormimos una siesta. Raúl y Marcela durmieron en la cama matrimonial, Athos en la cama de arriba y yo en la de abajo. Después nos fuimos a ver a los ovnis, o a los que van a ver ovnis. Marcela armó el telescopio arriba del auto y vio unas estrellas. También vio unas luces, pero no supimos si eran ovnis o no.
Luego de esta aventura nocturna nos fuimos a comer al centro de Victoria porque ya eran más de las doce de la noche. Athos y yo comimos Alberts (ahí me enteré de que en Rosario les dicen Frankfurt), y Raúl y Marcela una pizza. El Albert no era tan rico como el que hacía Los Alpes, porque no tenía huevo duro.
A la noche yo me acosté vestida y tuve frío porque no había frazadas para las camas individuales, la única frazada estaba para la cama grande. A la mañana Athos se pasó a mi cama, me tapó con su cubrecama y me abrigó con su cuerpo, para que no tuviera frío.
Desayunamos en la cabaña. Yo tomé leche chocolatada que había comprado Athos la noche anterior. Otros tomaron té, que habían llevado Raúl y Marcela. Después nos fuimos a un parque temático que se llama Regalado Atencio; es todo gauchesco. Pertenece al complejo El Molino, que tiene un hotel, spa, cabañas frente a un río, y parque temático, todo junto. Allí no pudimos comer, porque no servían comida, sólo los fines de semana, y era lunes veinticuatro de marzo de dos mil ocho, feriado.
Ese mediodía, comimos en otro lugar, con más pretensiones y más limpieza. Todo era caro. Yo comí pollo a la parrilla y tomé seven up o sprite, junto con Marcela.
Después volvimos a la cabaña a dormir una siesta antes de viajar. No sé a qué hora nos levantamos, alrededor de las seis de la tarde, merendamos y preparamos todo, pero al auto no arrancaba, se había quedado sin batería porque habían quedado las luces encendidas. El dueño de las cabañas llamó a un mecánico que nos cobró treinta pesos por poner un cable entre su batería y la del auto de Raúl. Athos se enojó le preguntó si nos había visto cara de turistas, él dijo que era lejos llegar desde Victoria. Cuando el auto arrancó volvimos a Rosario. En menos de dos horas estuvimos en casa.