¡Qué lindos!

Yendo a la casa de Damián

El Cuarteto de Nos   Uruguay

Hace poco conocí por Internet a este conjunto. Lo conocí precisamente con este video, que me gustó mucho.
Este tema pertenece al CD: Raro, del año 2006.

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Arte Metafórico

Cuando nos contó que se iba a presentar en el concurso con “eso” no le creímos.
El concurso de fotografía “El encanto de la naturaleza” organizado por el Club de Amigos de la Jardinería convocaba a los fotógrafos no profesionales de la ciudad a homenajear con sus obras a la naturaleza en general, y a los jardines en particular. ¡Vergeles floridos, dignos de ser inmortalizados en una fotografía! ¡Prados silvestres, inocentes de su belleza sin manos ajenas, capturados por un ojo luminoso! ¡Florcitas vecinas a un arroyo, rodeadas de abejas! ¡Encantadores pimpollos recién nacidos visitados por mariposas!
No, no le creímos. ¿Cómo iba a presentar esa ampliación de un papel de cartas con un dibujo verde y un mosquito muerto, patas arriba?
El jurado premió una foto de un jardín circular en el que reinaban prímulas blancas y rosas alternadas, de tres en tres plantitas, al costado del cual aparecía una niña de unos tres años con un vestido rosa y un sombrero haciendo juego que sostenía una pequeña regadera blanca.
Su foto, el mosquito muerto, sobre el papel pintado, causó una gran sensación. El Club de Amigos de la Jardinería se burló a coro, e individualmente, de la obra; pero los Amigos del Arte Metafórico enloquecieron de placer. Aseguraron ver en la obra una metáfora de la brevedad de la vida, de la destrucción de las guerras, de la fragilidad de todo ser viviente, de la importancia de disfrutar de lo que tengamos hoy porque mañana podría ser tarde.
Él, ahora, se dedica a producir fotos análogas, moscas lectoras sobre libros de poemas, hormigas comiendo pan dulce sobre una tarjeta que dice Feliz Navidad.
Mariela Torres

Hechizo

Creo que habíamos sido amigos durante bastante tiempo, y eso, quizás, me autorizaba a arriesgar – no sin cierta tristeza – que mi querido amigo se estaba hundiendo irremediablemente en la locura. Al principio se limitaba a desconfiar de todo alimento suministrado por ella, comiéndolo con aprensión; a oliscar sus ropas y a escrutar todo lugar en el que pudiera encontrarse un objeto extraño y sospechoso.

Confieso que de esto yo no me daba cuenta porque él fuera de su casa se comportaba normalmente, y cuando nos encontrábamos en ella los temas de nuestras conversaciones me absorbían lo suficiente como para no prestar atención a las imperceptibles rarezas de mi amigo. Tampoco soy muy observador, y la discreción de mi amigo casi era superada por la mía propia.

Algún tiempo después, él se negó a comer en su casa, a que ella le lavara la ropa y a que lo tocara o le tocara algunas de sus pertenencias. Ella, su madre, me dijo confidencialmente, bajo implícito juramento de no revelar nada, era bruja y quería matarlo por alguna perentoria razón.

No sin cierta alarma escuché tal revelación, temiendo, ya que no por la vida de mi amigo, sí por su salud mental. Agregó posibles pruebas de llamadas telefónicas, olores extraños, pociones mágicas, vinagres, frases desacostumbradas, la decadente situación económica de la familia y su mala suerte constante.

Agnóstico y racionalista, no creo que a las infortunadas casualidades puedan llamársele brujería. Además, su madre, si es que no me simpatizaba, al menos no me daba ninguna razón para desconfiar de ella. Creía que ella, una mujer normal, tal vez demasiado complaciente, lo trataba razonablemente bien.

La posterior noticia de su desaparición no me asombró mucho, ya que decidí que mi amigo se había ido debido a sus temores y a su inequívoca insania. Su destino me preocupaba porque en su estado podía sucederle algo malo –si es que no le había sucedido ya-.

Lo encontré, finalmente, en mi propio jardín; me aseguró que su batracia vida no era tan mala.

Todo era cierto. Ahora era un sapo.

Mariela Torres